Todos sabemos que los recursos económicos son limitados. Todos sabemos que las necesidades tienden a ser ilimitadas. Sin embargo, también sabemos que no todas las necesidades son iguales en gravedad e intensidad. Tanto es así que hasta los economistas han identificado necesidades inducidas por las técnicas de promoción comercial. Dicho en otros términos, hay presuntas necesidades que en absoluto son vitales ni atañen a los derechos fundamentales de la persona. Por consiguiente, tampoco merecen el mismo tratamiento desde la perspectiva presupuestaria y pública.
Pongamos un caso. Un niño contrae un virus que le deja en una situación equivalente a la de una parálisis cerebral. El niño tiene cinco años y está escolarizado. Precisa de una silla motorizada y articulada que le permita seguir la clase en las mismas condiciones que sus compañeros. Sus padres carecen de recursos para desembolsar dos mil euros. Lo solicitan a la Administración educativa y se le deniega. A poca distancia del colegio hay un campo de fútbol vecinal. Durante décadas, los mozos más saludables y fuertes del lugar han jugado en ese terreno sin mayores contratiempos. Pero ahora alguien decide que sería mejor dotarlo de césped artificial. Solicitan césped artificial y obtienen una ayuda pública de 300.000 euros. A los pocos meses, la falta de cuidados y mantenimiento malogran esa mejora del terreno.
Un mínimo sentido de la equidad basta para enjuiciar qué es prevalente a la hora de atender ambas necesidades. La silla de ese niño o el césped artificial para uso de mozos fornidos, que juegan un par de veces por semana. Cosa distinta es la capacidad de presión, de movilización o de publicitación. En estos ámbitos, resulta incuestionable la abusiva superioridad del colectivo de mozos y del entramado que les rodea.
No obstante, aquí, el más elemental sentido de la equidad sólo es una herramienta intuitiva o aproximativa, de innegable utilidad aunque incompleta. La herramienta más idónea es la que tiene como aleación el componente de los derechos humanos básicos, y en concreto de los derechos sociales fundamentales con refrendo internacional.
La Constitución española, consciente de la trascendencia del respeto a la legalidad internacional en un Estado democrático y social, nos dice en su artículo 10.2:
“Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las materias ratificados por España.”
¿Es la educación de un niño un derecho fundamental en España? Lo es, y así lo proclama el artículo 27 de la Constitución:
“1. Todos tienen el derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza.”
2. La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.”
Pues bien, ese derecho fundamental a la educación que asiste a un niño español de cinco años, que precisa de una silla adaptada para seguir las enseñanzas del mismo modo que sus compañeros de clase, viene desarrollado con carácter prioritario en la pirámide normativa por la Convención de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad, ratificada –junto con su Protocolo adicional- por el Reino de España, y consta en el BOE de 21 de abril de 2008. España y los españoles podemos estar orgullosos de nuestra nación y comunidad de valores básicos, por tener la fortuna de pertenecer a uno de los primeros Estados de la Unión Europea, junto con Suecia, y del mundo en dar este trascendental paso.
De manera que el artículo 27 de nuestra Constitución, por mandato de su propio artículo 10.2, ha de ser integrado preferentemente en este ejemplo con el artículo 24 de dicha Convención internacional, que entre otras cosas impone en su número 2 que el Estado español asegure que:
- Las personas con discapacidad no queden excluidas del sistema general de educación por motivos de discapacidad, y que los niños y las niñas con discapacidad no queden excluidos de la enseñanza primaria gratuita y obligatoria ni de la enseñanza secundaria por motivos de discapacidad;
- Las personas con discapacidad puedan acceder a una educación primaria y secundaria inclusiva, de calidad y gratuita, en igualdad de condiciones con las demás, en la comunidad en que vivan;
- Se hagan ajustes razonables en función de las necesidades individuales;
- Se preste el apoyo necesario a las personas con discapacidad, en el marco del sistema general de educación, para facilitar su formación efectiva;
- Se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión.
En síntesis, no se trata pues de que el niño que nos sirve de ejemplo se vea favorecido -en la competencia por los escasos recursos presupuestarios del conjunto de las Administraciones Públicas- por un primario sentido de equidad, frente a la desigual competencia de los mozos que aspiran a jugar su partido en un campo de fútbol vecinal con césped artificial. Es que, además y sobre todo, a ese jovencísimo conciudadano le asiste un derecho social prevalente sobre el hipotético derecho a jugar al fútbol sobre césped artificial, que como mucho tendría su engarce en el artículo 43.3 de la Constitución, que no trata de un derecho material, sino de un mero principio rector de la política social y económica, en el ámbito del fomento y con carácter discrecional muy secundario.
Un análisis equivalente se podría hacer para un estudiante que además de la silla, precise de Asistencia Personal para acudir a sus clases, tomar apuntes, ir al baño cuando fuera necesario, etc.
Es claro pues, que los recursos presupuestarios son limitados para atender todas las eventuales demandas que surjan de la colectividad, como también es claro que no todos los derechos –o simples intereses- que se invocan están en el mismo plano jurídico o de pura equidad. En consecuencia, tampoco la respuesta presupuestaria de las Administraciones Públicas puede ser la misma. Por ello, para garantizar la perfecta correlación entre los derechos sociales fundamentales, como derechos humanos básicos que son, y su idóneo tratamiento económico-presupuestario, resulta indispensable e indemorable generalizar la Evaluación de Prevalencia Social (EPS) en la asignación de los recursos presupuestarios. Esto implica que la prevalencia o prioridad jurídica de unos derechos sustantivos sobre otros, y más sobre simples intereses, fuesen o no espurios, debe discurrir indisociablemente en paralelo con este instrumento analítico. La EPS es, de esta forma, la mejor garantía material para que la literatura jurídica se convierta en hechos tangibles, sin demoras ni subterfugios de leguleyo.
Generalizar la EPS implica realizar un cambio de cultura en la gestión pública. Los cambios culturales suelen ser más lentos que los científico-técnicos. Sin embargo, en tanto no se culmina este proceso, que no debiera llevar más de un trienio, existen medidas alternativas de primer orden que pueden ser aplicadas inmediatamente, ya para el próximo ejercicio presupuestario. Entre ellas cabe destacar la calificación de los créditos que atañen a los derechos sociales fundamentales, y en concreto a la antedicha Convención de Naciones Unidas y a la propia Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia (LEPAP), como créditos ampliables por todas las Administraciones Públicas responsables de su desarrollo, aplicación y ejecución.
Si se sostiene que la LEPAP encarna la cuarta pata del Estado del Bienestar español, también ha de dársele de modo inexcusable idéntico tratamiento presupuestario que a la sanidad, la enseñanza y la cobertura de desempleo. Si no fuese así estaríamos ante un remedo de caridad institucional, de benevolencia graciable, sujeta a una anual y torticera subasta presupuestaria.
La Ley 47/2003, de 26 de noviembre, General Presupuestaria, deja claro en su artículo 54, sometido a diversas reformas, a qué nos estamos refiriendo. Como también lo deja claro la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2009 (Ley 2/2008, de 23 de diciembre, publicada en el BOE del día siguiente), en su Anexo II, y asimismo lo dejará la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2010 y las de los ejercicios sucesivos. Por tanto, la Administración General del Estado, pero también las Comunidades Autónomas, deben refrendar su ineludible compromiso con los derechos sociales básicos catalogando como créditos ampliables, las partidas de sus presupuestos que respalden la materialización de los derechos humanos fundamentales que consagra la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad y la LEPAP. No hacerlo así, con carácter inmediato mientras no se generaliza la EPS, implicará insistir en un ardid cuya inoperancia es completa y deliberada. La solidaridad se diferencia de la caridad en que la primera da respuesta a qué precisan los ciudadanos en peor situación relativa, mientras que la segunda plantea qué hay sobrante para obsequiárselo a los necesitados. Los derechos en un Estado moderno no pueden ser una liberalidad graciable. Los derechos son inalienables e incondicionales y deben estar perfectamente reglados y dotados.
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