Desde la primera entrevista yo le advertí claramente una cosa:
-No vayas a hablar mal de mí delante de Ella-
Casi al finalizar aquel encuentro, Ella, desde el extremo de la larguísima mesa y con los codos apoyados en la tabla de pino, asintió con la cabeza y supe que el puesto estaba asignado a Esa Muchacha.
Empezaría así una rutina armoniosa y previsible entre Esa Muchacha y Ella, como toda buena escoba.
Las tareas eran sencillas y sólo una las sacaba de la soledad cotidiana y las insertaba (o ensartaba) en una actividad social: Una vez a la semana con otras mujeres de la comunidad, con y sin diversidad, con y sin asistencia, se reunían a bordar camisolas y camisacos de colores.
Todo parecía transcurrir en un tiempo extraño de pandemias neoliberales, crueles e inseguras. A veces los humanos no saben permanecer callados ni respetar el silencio. Como que existe una obligación de cargar cada instante con palabras vanas, vacías, inadecuadas, sobrantes o sobradas.
Y seguramente fue ahí, en una tarde de primavera e hilos de colores que Esa Muchacha algo dijo de mi, de mi economía, de mi pasado, de mi casa, de mis hombres o mis hijos o cómo soy o qué pienso del mundo … Váyase a saber!
Ella volvió con el ceño fruncido y se negó a tomar un mate dulce en nuestra rueda familiar. Cuándo Esa Muchacha se despidió hasta el otro día, Ella ya me había señado la despedida definitiva.
Nunca supe qué fue lo que dijo Esa Muchacha porque Ella es muy respetuosa y no admite ya que nadie la subestime.
Ana Martínez.
Entre Ríos, Argentina.