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La vida que Emma* quería vivir

Escaleras bajando a un lugar lúgubre

Cuando Emma nació, durante el parto contrajo una parálisis cerebral que afectó gravemente a su movilidad, así como a su forma de hablar. Ella siempre quiso vivir como sus iguales, hermanas, amigos, quiso tener una vida digna, estudiar, trabajar,  salir a divertirse, amar y ser amada, disfrutar  del placer en su cuerpo. Así, empezó a estudiar secundaria en el instituto que estaba próximo a su casa, pero el ritmo de las clases, la falta de una persona de apoyo para coger apuntes, ayudarla a otras tareas personales y relacionadas con los estudios, la hicieron dejar los libros y los estudios.

 Más tarde empezó a trabajar contratada por una entidad dedicada a los juegos de azar, pero el monopolio que rige este sector, hizo que clausuraran la empresa y ella y otras personas en situaciones similares, perdieron sus puestos de trabajo y nunca más volvieron a ser contratadas. Sus ingresos personales se redujeron a una pensión no contributiva, es decir, eran muy reducidos.

 Durante años vivió en su casa, con sus padres, con el apoyo puntual de personas empleadas, pero el paso del tiempo hizo a sus padres mayores y los  apoyos de cuidados que recibían insuficientes.  Se vio obligada a irse a una residencia, aunque no era lo que quería, pero en principio representaba para ella salir de su casa, donde ya no podía ser atendida y que sus padres pudieran descansar.

 Durante los años que vivió en residencias, estuvo en dos, al principio se esforzaba por mantener  las salidas, seguir yendo al cine, al teatro a  las manifestaciones, pero conforme la institucionalización  fue marcando su vida con los rígidos horarios, disciplina  casi militar e  imposición de autoridad por parte de los gestores, fue perdiendo  la ilusión por la vida, se convirtió en una  sombra     que vagaba en la soledad de las horas  que podía salir. Así lo expresaba:

“Me podría haber metido en asociaciones, ir a las manifestaciones, como cuando estaba en mi casa, y esas cosas, cosas que ahora no puedo tanto porque en la residencia  tengo que  llevar un horario, que son bastante estrictos y bastante chungos, porque si llegas por ejemplo, más tarde de las doce de la noche te quedas toda la noche en la calle y no es plan, y cosas de esas”.

Junto o propiciado por los efectos de la institucionalización, su salud empezó a deteriorarse  y a encontrarse triste y abatida.  En sus proyectos estaba vivir en su casa, en su barrio donde era muy querida y contar  con los apoyos de una persona que le proporcionara  los cuidados que requería,  porque ella sí tenía autonomía personal para organizar y llevar su vida. Hubiera necesitado el soporte de la asistencia  personal. También echaba de menos una  persona  que le prestara apoyo  para mantener relaciones sexuales con otra persona  o para autoexplorar su propio cuerpo,  pensaba en un asistente sexual.

Ella me comentó al final de su vida la de cosas a las  que había renunciado, lo  que ella  podría haber contribuido a la comunidad, pero que por la  falta de recursos personales y sociales se había convertido en un número en  una residencia, había renunciado a la vida que siempre quiso vivir. Refería: “A mí no me afecta tanto la minusvalía física como el entorno”.

Emma murió, pero sigue habiendo otras Emma,  y otras mujeres y hombres que aún están a tiempo de reconquistar su vida, de tomar las riendas de lo que quieren hacer con su proyecto vital, de realizarse sexualmente como un derecho humano más.

Estas breves líneas hablan sobre su vida, sobre la discriminación que vivió cuando tuvo que irse de forma obligada a una institución, donde las  normas rígidas y los gestores de estos  servicios no la trataron bien. Su muerte sucedió ocho años más tarde de haberse publicado la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y la Ley para la Promoción de la Autonomía Personal, y aún hoy, que ya han pasado 14 años de la aprobación de estos documentos, el derecho a la vida independiente, a través de la asistencia personal, el derecho a la sexualidad, con los  apoyos de la o el asistente sexual, y el derecho a transitar por las ciudades  nos sigue estando negado a un elevado número de personas.

*Emma es un nombre ficticio.

                                                                                       Autora: Gloria Lucena

3 comentarios en «La vida que Emma* quería vivir»

  1. Estremece el fondo del relato por la realidad aplastante de este colectivo ; por la desatención a los derechos de atención públicos y la falta de conciencia social con el mismo

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  2. Hermoso y triste relato que refleja las injusticias que esta sociedad, o sus poderes públicos, siguen cometiendo con tantas personas que, siendo minoría, tienen derecho a vivir con dignidad. Pero parece que impera la estrechez de miras.

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  3. Ni el apoyo constitucional a la dependencia, diversidad funcional, tanto de los afectados, físicos, psíquicos o cognitivos, se cumple, los políticos, están más preocupados por salir en la foto que por este derecho

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